Todos sabemos en Honduras que el
crimen campea y el Gobierno es incapaz de hacerle frente salvo como mero
mecanismo de retención. Esto ya nos califica, no como un país del tercer
mundo, ni una vulgar república bananera, sino con la nueva consignación
peyorativa de moda como ser: “un Estado fallido”.
Al parecer otro periodista ha sido víctima de este sistema delictivo implantando en nuestro país, cuyas raíces
van estrechamente afianzadas al narcotráfico, en complicidad algunos miembros
de instituciones públicas (Corrupción). Ahora bien, los horrores de la
violencia se magnifican con la concentración de atención mediática; esa caja de
resonancia que les sirve a los malhechores para amedrentar a la población sobre
las repercusiones de tocar sus intereses y el precio a pagar.
No me sorprende, ni extraña, que
ciertas profesiones, encargadas de combatir el crimen, o vinculadas a tales
menesteres, son más propensas a que sus miembros se vean expuestos a las
fechorías del crimen organizado. Me refiero, claro está, a policías, operadores
de justicia e, incluso, como es notorio estos últimos días, periodistas. Las
personas que se dedican o pretenden hacer de estas profesiones su modus vivendi en nuestro caótico país,
ya saben a lo que se atienen. Con esto no pretendo menospreciar sus vidas, todo
lo contrario, se reconoce el valor y aporte a la ciudadanía para aquellos que hacen
bien este tipo de labores, sin llegar a
corromperse.
Lo que sí me sorprende, y esto
creo que ya lo he mencionado en anteriores publicaciones, es la eficiencia y
eficacia, aparente, de cómo nuestro sistema de seguridad actúa cuando se trata
de una figura pública o de importancia política para descubrir hechos y los
autores de sus crímenes; ante todo al ser delatados por la prensa internacional
y espoleados por la Embajada Americana. Es como si en Honduras existiera un
sistema de castas donde algunos seres humanos cobran mayor valía que otros.
Aunque esto parezca frívolo de mi
parte, no me consterna en demasía la muerte de muchos periodistas, con todo el
respecto que se merecen los familiares de tales víctimas, actuales o futuras,
pues se deben, como ya lo expuse, a la naturaleza de sus actividades. También
se comprende la preocupación del gremio, aunque esta sólo se vea reflejada como
el escándalo de turno, sin más repercusiones, pues los periodistas parecen
explotar la desgracia de sus mismos colegas, ya que con tanto barullo no han conseguido
disminuir la cantidad de homicidios contra ellos ni mucho menos la
impunidad.
Lo que me consterna más es darme cuenta que una jovencita es
asesinada en un transporte público por arrebatarle un pinche celular; casos
como estos, de ciudadanos comunes (por no decir anónimos) quedan sin la más
mínima resolución, a veces sólo lucen como meras estadísticas en reportes de prensa. Y aquí esta, según mi criterio, la clave: Todo por
no ser figuras públicas, cuyos decesos son más notorios, nacional e
internacionalmente, y logran perjudicar la imagen del gobierno de turno.
Aquí se contabilizan las muertes
violentas de mujeres y parece que los hombres asesinados no valen nada; se le da mucha cobertura mediática a los
crímenes contra periodistas, abogados, políticos, dirigentes sindicales,
miembros de colectivos LGTB como si el valor de la vida dependiera exclusivamente
de la profesión y su estatus en la sociedad, lo cual me parece erróneo, trágico y
lamentable. Se nos está olvidando que la vida pierde su importancia cada día, y
la dignidad del ser humano ya no se considera a nivel individual si no está
vinculada al corporativismo beligerante de cualquier índole.
No nos dejemos engañar. Al Estado
no le importa nuestras vidas como tales, ni su dignidad, a no ser que eso
afecte la permanencia de los que ostentan ese mismo poder.
Saludos.
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